Se oye fluir el agua y el leve susurro del viento, y entre el silencio sobrante añado yo el silbido o tarareo de aquella melodía romántica, ni siquiera es necesario que la silbe o la tararee, yo la oigo en mis oídos. Yo la abrazo y la tengo largo tiempo en mis brazos porque la necesito y ella me necesita, sus lágrimas humedecen mis hombros. El día está ya al terminar y la noche aparece rápidamente, es obscura, la luna apenas muestra sino estrecha línea curva pues han pasado sólo dos días desde la fase de luna nueva y apenas se la ve, está escondida detrás de las nubes. La vista ya no me proporciona ninguna información por falta de luz. La noche es todavía más fría y necesito tener a mi amada más cerca, no la veo pero la percibo cerca de mí, siento su calor, con mi mano exploro su cuerpo tembloroso y asustado, ella me habla con voz suave y yo oigo de nuevo aquella melodía romántica. Ahora la recuerdo, era de Schumann, era aquella hermosa pieza que oí en el mismo concierto donde conocí a esta joven, ella era la que se encargaba de pasar las páginas al pianista. Veo que la noche se hace más clara, desaparecen algunas nubes y se comienzan a ver algunos astros y yo le muestro los mismos:
"¡Mira!, ¿ves aquel punto que se encuentra en la dirección de mi dedo?, ese que se encuentra en la constelación de Sagitario cerca de la copa de aquel árbol y cuya luz permanece rígida, invariable, blanca y senil, es Saturno"; ella sonríe, aunque yo no la veo lo puedo sentir, su voz es mucho más cálida, mi corazón tiembla ahora al igual que las estrellas. Aquella luz brillante y pálida, azul entre la oscuridad que está sobre mi cabeza eres tú, mi corazón, que late en esta fría noche de verano, de casi el final de verano, de esta noche de Septiembre, próxima a la llegada del otoño, época del césped con hojas caídas. Y la noche pasa lentamente, como las caricias y sus abrazos, luego mis labios secos besan su frente, sus labios, su cuello, sus pechos y sus manos, sus pequeñas y blancas manos, las mismas que acariciaban las teclas del piano negro aquel día que fui a su casa, cuando mi pequeña estudiante de música me interpretó aquel preludio de Chopin, el mismo que yo sabía tocar pero mejor interpretado.
Por un instante la deseé y quise amarla hasta el final de los días, repentinamente miré el lago y perdí mi mirada por unos segundos, por unos minutos quizás, en el reflejo de los astros en el río, luego, al volver mi vista hacia ella... ¡¡ya no está!!, se ha ido, me ha dejado solo. Nuevamente oigo el susurro del viento y el agua fluyendo, que aunque siempre habían estado ahí había dejado de escucharlos; mi atención estaba atraída por otros pensamientos que hacían que no los escuchase, pero ahí estaban y están, y la melodía de aquella pieza pianística de Schumann que interpretaban en aquel concierto sonaba de nuevo en mis oídos, ahora más fuerte y vigorosamente, notas y notas de piano, el cielo vuelve a llenarse de nubes grises cuando ya está amaneciendo. La noche fue un suspiro entre los pensamientos de su amor. Yo camino entonces por la orilla del río, del riachuelo quizás, y veo, triste en mi reflexión, pena y dolor, hiel amargo que llena mi boca. Bajo mi cabeza para observar mis pasos, uno, dos, uno, dos... y miro el agua, y veo... ¡qué veo!, ¡es ella!, es ella, su rostro reflejado en el agua. ¿Se puede ser más dichoso?, entre el crepitar de las notas, la veo, ella está ahí. ¡Oh, bendito sueño!, quisiera estar siempre en ti. Es pasión romántica, es ensueño, es rehusar a la realidad, es amor.
Martín López Corredoira